Hace mucho tiempo, cuando los dioses caminaban por la tierra y los hombres se arrastraban entre ellos, existió un ser cuya belleza era envidiada y codiciada por todos. Los hombres lloraban al verlo atravesar el cielo con vuelo presto y silencioso, las mujeres admiraban perplejas la complejidad de una incomprensible maravilla y los niños, sabios e inocentes, se limitaban a saludar y sonreír, como si toda la belleza del mundo habitara en sus ojos y aquel pájaro de plumas brillantes no fuera más que otra faceta de un universo todavía por descubrir.
Muchos eran los que hablaban del color de su reflejo, del tacto de sus plumas, del sabor de su canto. Las madres explicaban a sus hijos historias de como aquel pájaro del color del cielo iba a visitarles cada noche para velar por ellos, para protegerles de la oscuridad y los monstruos que habitan la razón. Los padres hablaban de como los dioses habían renegado de aquel ser a causa de su incomprensible belleza y de como ahora vagaba libre por el cielo, dejando una estela de brillo y color a su paso. Los niños, llenos de excitación y júbilo, señalaban al cielo cada vez que el viento traía consigo una melodía desconocida, preguntándose entre susurros si aquella misteriosa canción pertenecía o no a ese pájaro que todos conocían pero en realidad nadie había visto jamás.
Lo cierto era que nadie sabía nada. Todo eran historias, matices torcidos de un mito atrapado en una botella, fragmentos de un cuento sin principio ni final que, con el tiempo, la gente y las generaciones habían aprendido a creer. Oh no, no es que el pájaro no existiera o su belleza fuera menor a la que las leyendas narraban. Nada de eso. El pájaro existía, sí, y su belleza era tal que cada vez que sus plumas del color del sol cortaban el cielo hasta los propios dioses callaban. Lo cierto es que el pájaro existió.
Pero no eran pedazos de luz lo que dejaba a su paso, ni era protección lo que había venido a traer. En realidad, el pájaro no llevaba consigo más que una profunda e insondable tristeza. Los ríos de brillo que teñían el cielo tras su estela no eran sino la marca de sus lágrimas al pasar sobre un mundo que no comprendía y que no podía entenderle.
Porque el pájaro estaba solo. Al principio, había intentado refugiarse en el canto de sus semejantes, encontrar cobijo bajo unas alas que no eran las suyas. Pero toda aceptación duraba hasta que la magnitud de su inalcanzable belleza acababa por distanciarle y separarle de aquellos a quienes, por el más efímero de los instantes, había llegado a considerar su hogar.
De modo que el pájaro vagaba sin rumbo por el atardecer, buscando aquello que no había logrado encontrar en la mañana, para luego zambullirse de lleno en las llamas de un crepúsculo prematuro cuyos colores no ofrecían más que preguntas a respuestas que jamás habían sido formuladas.
Un día, el pájaro se cansó de estar solo y decidió buscar consuelo en la sabiduría de los dioses. Harto de buscar, de vagar, de no encontrar, el pájaro se acercó a los dioses y preguntó:
“¿Por qué estoy solo? ¿Es que acaso no existe nadie como yo?”
Y los dioses respondieron:
“Tu existencia es para también para nosotros un misterio. No sabemos qué eres. No sabemos de dónde procedes. No sabemos nada.”
El pájaro meditó esa respuesta durante varias épocas, hasta que dio de nuevo con la pregunta adecuada y se la presentó de nuevo a los dioses:
“¿Podéis crear un compañero para mí?”
Ante esta pregunta inesperada, los dioses se retiraron a deliberar y, tras varias épocas más, dieron con una respuesta:
“Podemos crear un compañero para ti. Podemos proporcionarte un acompañante. Podemos acabar con tu soledad. Pero no lo haremos. Tu belleza es un bien demasiado preciado y único como para ser recreado. Darte un compañero sería destruir aquello que te hace único, que te hace bello. De modo que no lo haremos.”
El pájaro, cansado y perplejo ante la cruel respuesta de unos dioses ahora ajenos, se echó a llorar.
“Si no me dais lo que busco, esconderé mi canto bajo las piedras, ocultaré mis plumas bajo las estrellas y guardaré mi estela entre las olas del mar, de modo que nadie podrá volver a verme jamás y será como mi belleza jamás hubiera existido.”
Los dioses, temiendo que el pájaro cumpliera con su amenaza y desapareciera del mundo para siempre accedieron a su petición. Usando tres de sus lágrimas, crearon tres copias, puras y prístinas de un color más blanco que la propia luz, y los dejaron para vagar libres.
Al principio todo fue bien. El pájaro, contento de tener alguien con quien compartir su mundo, voló alto y les mostró a sus hijos el color de la aurora, el sonido del viento peinando una tierra descuidada, los reflejos de un sol amarillo en un millar de sombras sin dueño. Durante un tiempo, todo fue bien. Los hijos compartían la alegría de su padre y todos se alimentaban del amor del otro. Pero un día, mientras el pájaro observaba a sus hijos cantar, descubrió en sus ojos un brillo apagado e inerte, el reflejo de una luz que no les pertenecía y que jamás había sido suya.
Fue en ese momento cuando el pájaro entendió. Los dioses le habían engañado. No le habían proporcionado compañeros. No le habían dado hijos. Todo lo que los dioses habían hecho había sido crear reflejos sin matices, copias planas y vacías de sí mismo.
Triste y cansado, el pájaro decidió descansar y buscó refugio en el abismo más profundo que pudo encontrar, allí donde ni siquiera la luz del sol podía alcanzar y el sonido se ahogaba en su propia desesperación. Durante varias épocas permaneció alejado del mundo, arropado por el frío calor de unas plumas cuya perfección cada vez le costaba más soportar.
Alejado de todo y de todos, el pájaro tomó una decisión. En la oscuridad, allí donde sólo sus plumas iluminaban el rostro blanco y puro de sus crías vacías y perfectas, el pájaro supo que debía morir. Sabía que los dioses jamás le permitirían marcharse de este mundo, pues eran demasiado egoístas para permitir que su belleza se extinguiera, de modo que el pájaro esperó y esperó hasta que los dioses estuvieron de nuevo enfrascados en uno de sus absurdos conflictos y entonces actuó.
Cuando el pájaro estuvo seguro de que nadie le molestaría, miró a sus tres crías a los ojos y, una por una, les ordenó que devoraran su cuerpo, que consumieran su mente, que extinguieran la llama que brillaba en cada una de sus plumas. Las crías, obedientes y confusas, accedieron a sus deseos, pues el pájaro era su madre, su padre, y todo lo bueno que habían conocido.
Con cada bocado, soles enteros se extinguían, realidades completas desaparecían y una nueva lágrima se vertía. Pero el pájaro no lloraba de dolor, ni de rabia, ni de tristeza. Lloraba de felicidad. Porque sabía que, una vez su cuerpo hubiera desaparecido y sus recuerdos se hubieran extinguido, una vez su mente se hubiera disipado, sus crías serían libres de vivir una vida que a él le había sido negada. Una vida en compañía.
Cuando todo acabó, las tres crías se miraron a los ojos y encontraron en ellos un reflejo extraño y ajeno, brillante y templado. El reflejo de la vida. Descubrieron que sus plumas habían cambiado, que su canto era ahora libre y que la luz de su estela era ahora real. Pues ahora eran hermanos, y como hermanos se querían y se tenían los unos a los otros.
Los pájaros, nacidos de nuevo, lloraron durante días y noches, lamentando el vacío que su madre, su padre y todo lo bueno que habían conocido había dejado en su pecho. Pero aquel vacío no estaba vacío del todo, pues retumbaba con un eco extraño que ninguno de los tres supo reconocer hasta que los sollozos cesaron y los vacíos de su pecho se unieron para dar forma a un canto lejano y distante, el canto de una madre, de un padre y de todo lo bueno que habían conocido.
Perplejos, asustados, los pájaros llegaron a la conclusión de que no habían sido abandonados, de que todavía quedaba esperanza, que sólo tenían que salir a buscarla para encontrarla. De modo que, en un pacto de solemnidad, los pájaros acordaron salir en busca de su madre, su padre y todo lo bueno que habían conocido y decidieron que cada uno de ellos buscaría en el rincón más lejano.
Y así fue como uno de ellos decidió adentrarse en el alba, fundiendo sus plumas del color del sol con la mañana, buscando una madre. Como otro surcó las olas de la tarde, rozando con sus plumas rosadas el mar del atardecer, buscando un padre. Como el tercero decidió perderse en el crepúsculo, donde cada día era devorado y vuelto a expulsar, buscando todo lo bueno que habían conocido.
Cuenta la leyenda que, cuando llega la noche, los pájaros se reúnen una vez más y se ocultan tras la oscuridad del cielo para llorar juntos, y que cada estrella en el firmamento es una lágrima caída por cada día que pasa en el que los pájaros no encuentran una madre, un padre, y todo lo bueno que una vez conocieron.